Fue asombroso. Los restos de la Torre Eiffel quedaron almacenados en una cajita de zapatos. Ni nos atrevimos a dar el aplauso definitivo.
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viernes, 17 de octubre de 2014
lunes, 7 de julio de 2014
jueves, 26 de junio de 2014
jueves, 19 de junio de 2014
Dos
-¿Pero qué tiene de sorprendente "estar viva" frente al objeto en sí?
-El amor es un acto de fe que atraviesa la vida de lado a lado.
sábado, 31 de mayo de 2014
Una
Tengo una dolencia incurable y, aunque parezca extraño,
me alegro;
esa enfermedad se llama vida y no sé cuánto me durará.
viernes, 16 de mayo de 2014
El Conjuro
Un flor azul en el interior de una esfera
y
en la esfera, el universo metalizado
y
en el centro, un caballo al galope en un desierto
y
en el desierto, miles de preguntas enterradas
y
en las dunas, los huesos de un ángel caído
y
en cada grano de arena, un beso ardiente de estrella
y
en las estrellas, un imán en movimiento
y
en el imán, la atracción del fuego que repele al agua
y
en el agua vive una flor con el alma azul en fuga
cuyo nombre es
BABA YAGÁ
miércoles, 7 de mayo de 2014
La Plaza
Fue una tarde de domingo que nos dejaron jugar en la plaza. Las niñas incómodas lucían sus vestiditos de algodón con el típico fruncido nido de abeja que raspaba una y otra vez al mínimo movimiento. La rigidez de los zapatos y los calcetines calados, comprados probablemente por todas nuestras madres en la tienda de Conchita, confirmaban el ambiente oficialmente festivo. Ese día se podía jugar, pero no con el agua de la fuente.
Ahora sé que mi madre, antes de salir a la calle, mandaba a mi padre a que nos peinase para poder tener un momento y arreglarse a toda prisa. Papá no era muy hábil con el peine o el cepillo de ahí que a los tirones le siguieran los enfados que cargaban el ambiente de cierta tensión incontrolada. El resultado era un rostro taciturno, enmarcado por una tirante y relamida coleta con un lazo ostentoso y blanco. Como siempre, antes de bajar, me miraba en el espejo de la entrada, en penumbra, sin llegar nunca a terminar de reconocerme. Paciente, mientras esperaba al resto de la familia, hacía lentísimas muecas y mohines con la insana esperanza de que el espejo no me devolviera el gesto. A veces, deseaba cerrar la puerta de casa y que la otra, la niña del lazo, se quedara atrapada.
Mis sensaciones se confirmaban a pie de calle, la plaza olía igualmente a colonia. Las trenzas, las horquillas y las rebecas tricotadas por las abuelas brillaban al sol lánguido y fresco.
El bullicio flanqueado por las jacarandas daba paso a la fuente central. Las fachadas de los viejos edificios seguían con el mismo tacto de siempre, todo espacio vencido y piedra macerada.
Mi hermana, la mayor, había aprendido desde el colegio que el más fuerte en la calle es el que gana. Siempre que volaban los insultos o las piedras, yo me escudaba tras ella. Atrevida por obligación era capaz de enfrentarse a cuatro o siete de una sola vez y no se amilanaba ante las provocaciones ni del más listo del barrio; su lengua podía ser más barriobajera que la de ningún otro. Por eso la quería tanto, por eso y porque nadie veía su tímido corazón a punto de quebrarse en cualquier momento.
A la mínima mirada reprensiva de cualquier mayor las niñas obedecíamos, dejábamos el elástico o la comba, todas menos Sonia, aquella niña rubia que se creía diferente y por eso lo era. Delgada y flemática, ejercía un hechizo singular. Hoy sé que el dinero se huele y los mayores también lo sabían. Como con “el niño bonico”, todo repeinado y bien compuesto; con él nunca se podía jugar, con él sólo jugábamos a perder.
La luz traspasaba los encajes, el pelo hilándose al viento y en ese punto, mientras se iban conformando los corrillos, no tardaba en aparecer la madre de Jesús gritando desde la balconada como en una llamada desde los cielos:
-¡Jesús, eres un diablo! ¡Sube ahora mismo!
Porque Jesús, nada más bajar a la plaza, se acercaba a la fuente y no tardaba ni un segundo en salpicarnos. Jesús reía y nosotras también. Cómplices de sus travesuras, nunca nos regañaron, ya sea por su risa trepadora o porque nunca conocimos a su padre.
A cierta distancia jugaban dos hermanos, los de la casa de la esquina. Yo imaginaba su mundo familiar lleno de sólidas palabras, un mundo nítido y ordenado, olor a madera y cera. Eran como los dos polos de una misma afirmación. Uno de ellos, el menor, parecía tener poder sobre cualquier objeto que la vista pudiera alcanzar, conocedor de la fragilidad de la materia era experto traductor de símbolos y hasta de alegorías. El otro, casi no hablaba, sólo cuidaba del agua de la fuente y por eso siempre estaba tan limpia. Cuando las nubes prendían el cielo y a lo lejos se perfilaba violeta La Maroma, acudíamos a preguntarles por el tiempo.
Esa misma tarde, porque todas las tardes son buenas para los cambios, supe que estaba perdida. A lo mejor es que el tiempo pasa y abandoné los cuentos por crueles pero hermosas historias. También las sombras de la tarde invadieron la plaza, la fuente, los edificios, los murmullos... y de pronto, me vi en esa terrible oscilación entre la sonrisa sublime y el trastabillado ridículo.
En realidad, solo es en la consciencia donde queda detenido este tiempo imaginario. En realidad, siempre ando cruzando todas las calles buscando errante mi rostro en todos los rostros y aquella hermosa plaza con su fuente en todas las plazas. A veces, se aparece con esa extraña solidez de la piedra eterna, soportando una y otra vez el paso del agua deslumbrante. Y me detengo justo al filo de la locura o del canto de un mármol usado, allí donde termina mi reflejo, para darme cuenta de que nada, absolutamente nada, me pertenece.
martes, 15 de abril de 2014
EL PATIO DE MI CASA...
Me gusta tener macetas en el patio. Mi madre dice que son una lata, hay que estar siempre quitando malas hierbas, regando, podando, abonando y evitando plagas. Yo le digo que ya está vieja y refunfuñona, que no me haga llegar tan pronto a su estado. Cuando la humedad se nota en el ambiente y el suelo reluce mojado, surgen caracoles a cientos. A las niñas les encanta cogerlos y meterlos en una caja de zapatos, con el paso de los días y repasando siempre cada maceta a la vuelta del cole, agrupamos un buen montón, entonces los llevamos a la valla del Aquavelis; está cerca de casa, es una esquina donde la maleza espesa ha inundado un rincón abandonado, es allí donde suponemos que está el paraíso de los caracoles. Si alguno inicia el viaje en el sentido contrario y comienza a deambular por la acera, las niñas se preguntan por qué quiere aventurarse al peligro si tiene el paraíso ahí mismo. Yo les digo que los caracoles son lentos y un poco atolondrados, es normal que, con esos ojos en continuo titubeo, entre el estiramiento y el encogimiento, sea imposible acertar a ver con claridad.
Encuentro un placer ancestral al tocar la tierra, no me importa notar la presión que ejerce la arenilla entre la uñas y la piel, es la consciencia del tacto, la dureza compacta del mineral lo que siento raspar el reborde de las uñas cuando remuevo con las manos antes de echar por estas fechas el mantillo en cada tiesto. Los tréboles son los más complicados de quitar, tienen raíces que se expanden como una tela de araña y su fuerza es la fragilidad, al mínimo tirón se parten y siguen creciendo por otro lado; allá donde no he alcanzado a roturar esa mezcla de humus, arcilla y tierra, vuelven a crecer desafiantes.
Todos los años intento no dejarme llevar por la sorpresa, pero es inevitable, paso los meses de invierno observando los tallos desnudos, resecos al punto de quebrarse y cuando ya estoy convencida de que no soportaron el frío, el salitre y el viento, de repente, las ramas de la higuera, del gingko y del azofaifo comienzan a echar yemas que al día siguiente son brotes y, al otro, hojas. Cuando quieres acordar los geranios estallan en flores y las petunias, florecientes todo el año, se vuelven tímidas ante tanta exuberancia. En esos días siempre dejo a mis compañeros del instituto plantados para volver a casa a toda prisa y encontrar mi sitio. Preparo un té, mezclo mantequilla con miel en una tostada y me siento en el balancín. Soy capaz de estar casi una hora sin hacer nada, solo miro al compás de mi respiración y, de vez en cuando, casi siempre a eso de la una, oigo al mirlo de la araucaria del vecino canturrear como si me reconociese.
Me pregunto cómo puedo llevar tantas vidas a la vez, qué tiene que ver el sabor de una tostada con un patio de macetas en flor, con un instituto abarrotado de alumnos ausentes, con una hora en silencio sentada en un balancín, con las letras impresas del último libro que me ronda la cabeza, con el frigorífico que huele a fruta fresca y carne en papel estraza si provienen del mercado de abastos, con la última lavadora que queda por tender, con los restos de sudor húmedo que en el cuarto de arriba han quedado en mi cama y con el ordenador ronroneando en la habitación de al lado, ese intrincado gato de metal que me busca para conectarme... ¿al mundo?
Miro mis manos ahora en reposo y me asombra comprobar la quietud que las invade a pesar de las erosiones inevitables dibujando alguna que otra pequeña herida en la piel. ¿Quién empuja a quién: el cerebro inquieto o el impulso ciego movido por los músculos del cuerpo cuando es la tierra la que me llama?. Entonces, casi sin pensarlo, suelto la taza para hincar las manos en la tierra, remuevo con brusquedad la mejorana y compacto concienzudamente el sustrato alrededor del viejo geranio de la abuela que huele a limón; eso es lo que hago, ahondar con las manos como si con esa acción pudiera llegar a las profundidades del pensamiento cuando el lenguaje era sólo música y la quietud no necesitaba de símbolos para cobrar significado.
El mirlo vuelve a silbar. Dos gorriones, un macho y una hembra, se acercan tímidamente. Me observan ladeando la cabeza, adelantándose y retrocediendo con pequeños saltos inquietos. Con este reconocimiento mutuo acabo de iniciar una vida más para enlazar con la única que tengo. Sacudo el pantalón con las manos, algunas migas caen al suelo. Hay demasiada luz. Últimamente noto los dedos más finos y extrañamente carnales, como si quisieran acompañar en el movimiento a la tierra, como el brotar de los árboles y el color de las flores, o como si quisieran echar a volar para acompañar a los pájaros. Ahora que me fijo, no sé si las extrañas protuberancias que tengo en los nudillos pudieran ser el resultado de un cambio que bulle desde dentro ¿Y si fueran el anuncio de una hilera de cálamos o la promesa de ramificaciones de una raíz? . Nunca se sabe, susurro esperanzada. Si existiera, pediría una cita con el "neumatólogo".
viernes, 28 de febrero de 2014
¿Por qué dije que para recordar hay que vivir?
¿Por qué dije que para recordar hay que vivir?
Nuestra corteza cerebral está tan
alejada de los centros de poder, recubriendo capa a capa el núcleo
duro, que necesita hacerse un resumen, narrarse para ocupar un
espacio vital que más tarde determine una orden, un comportamiento
esencial; así es como la ficción de lo vivido, que no es otra cosa
que lo recordado, logra adquirir una consistencia poderosa de la que
carece la vida. Sin embargo, todo ello queda muy lejos del
respirar, del hambre o el sueño. Frente a las necesidades básicas,
el hombre moderno necesita contar lo vivido para convertirlo
realidad esencial. Así es nuestra necesidad de abstracción,
nosotros la creamos pero no hemos aprendido a sobrellevar las
consecuencias. Es por eso que locamente luchamos por acceder a los
entresijos del arte. Nadar en ese océano o morir como abeja sin
aguijón o perro sacrificado. Yo he querido muchas veces morir: le
tengo más miedo a la locura. Después me digo que es imposible en mí
la locura, no llevo la marca de las palabras en mi piel sino la de
la tierra. Una montaña recortando el aire frío de agujas, las rocas
afiladas proyectando su sombra en la nieve, un viejo muro roído por
el musgo en un prado pueden abarcar el tiempo de una vida entera
aunque en mí sean la secuencia de un paisaje tratando de transcender
para convertirse en íntimas conexiones. No hay nada que contar, es
sólo una instantánea que penetra como un hachazo y se queda
aislada de las palabras, no es necesario el relato pero es tan
inmenso que no se aprecia en una fotografía. Lo intento. Adivino
que no va a salir bien, que el lenguaje al lado de la tierra parece
la masa de un bizcocho aún sin cuajar que huele a leche cortada.
Queda la piel, me digo, pongo los pies desnudos en la fina hierba.
Mis pies contra el verdor de las gramíneas, esquivo las ortigas
altivas y oscuras, aprieto con fuerza la punta de los dedos, la base,
el talón, el cosquilleo en el arco de la planta del pie. Los
tréboles restallan en zumos y el olor de la tierra se vuelve ácido.
Miro hacia el horizonte, todo es denso y no hay puntos concretos en
la lejanía sólo interferencias en la luz, ya es una imagen
tridimensional ingrávida dentro de mí. Holografía pura. Y sin
saber cómo ni por qué las palabras se tornan dibujos; las
imágenes, significado. A pesar de mi corazón acelerado, parece como
si nada hubiera ocurrido ¿cómo ha podido ser? La impresión es ya
indeleble, sin bajar la mirada tanteo con los dedos de los pies y
desafiando las leyes de la física comienzo a caminar muy despacio, a
ver qué pasa.
viernes, 14 de febrero de 2014
Dicen que ...
Dicen que soy sensible porque, una vez disparadas, las frases me huelen a plomo o a piedra. Tierra en pólvora húmeda porque lloro cuando lloran y en mi rostro se adivina el pozo negro de un Campo Blanco de flores silenciosas contra la tapia.
Me dicen que soy demasiado tierna
cuando ven los ojos salir de su guarida, alzar el vuelo y aletear
para posarse en los pétalos más luminosos. Mariposas que ni Nabokov alcanzaría con la red de sus palabras y cualquiera las atrapa con una sonrisa la mar de sencilla.
Yo creo en los besos soñados, las
fresas silvestres y en los lirios muy blancos: los dedos en ramas, la risa muy líquida y poca la sombra.
Mira. Ven y toca mi pecho,
es aquí donde el tiempo mece a la vida; aunque yo me vuelva estéril
y la fatalidad orgánica proceda a transmutarme.
viernes, 31 de enero de 2014
Las premisas
Cuando lo oyó, le pareció el típico trabajo de escuela.“Escribe las premisas indispensables para regir tu vida”. Había entrado en Primero de Bachillerato. La clase era numerosa, algunos se conocían, otros eran nuevos en el centro y en su azoramiento se notaba ese nerviosismo que otorga la novedad. No tuvo que pensar mucho. "Una vida es una vida", se dijo sin más. El bolígrafo de tinta azul se deslizaba con rapidez sobre el folio en blanco que le había entregado el profesor. Predominaba la sencillez y la claridad en cada proposición, el sentido común, acciones y sentimientos deseables para uno mismo. Se cuidó muy bien de dejar para el final la transcripción de la más importante; en esa sí que dudó unos segundos antes de empezar a redactar en palabras una especie de sentir numinoso que impregnaba sus forma de ser. No era entonces una premisa, era la conclusión, la única condición que daba un orden a su vida. Ladeó la cabeza, se recogió un mechón de pelo castaño detrás de la oreja, y mientras que con una letra ondulada y pequeña marcaba con fuerza el papel, repitió como una letanía: “Haz lo que tengas que hacer lo mejor que puedas. Muévete en las aguas turbias de la duda pero actúa limpiamente con decisión. Si no, no lo hagas, incluido soñar, sueña a lo grande, con plenitud, pero recuerda que los sueños, sueños son, no los desees. Desear sueños es meter una hoguera en las entrañas que ni las dudas podrán sofocar...”. Dejó de escribir un momento y levantó la cabeza para ver los rostros de sus compañeros, en algunos ya pudo reconocer el típico semblante mustio pero altivo que talla la comodidad de refugiarse en los deseos, rostros de aquellos que siempre están a la espera de que otro se los cumpla. Volvió a concentrarse en el papel y se dijo para sí, “...recuérdalo bien, pon ambición en lo que hagas pero jamás ambiciones tus deseos”. Y cuando entusiasmada terminó de escribirlo, sintió unas tremendas ganas de llorar.
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