Fue una tarde de domingo que nos dejaron jugar en la plaza. Las niñas incómodas lucían sus vestiditos de algodón con el típico fruncido nido de abeja que raspaba una y otra vez al mínimo movimiento. La rigidez de los zapatos y los calcetines calados, comprados probablemente por todas nuestras madres en la tienda de Conchita, confirmaban el ambiente oficialmente festivo. Ese día se podía jugar, pero no con el agua de la fuente.
Ahora sé que mi madre, antes de salir a la calle, mandaba a mi padre a que nos peinase para poder tener un momento y arreglarse a toda prisa. Papá no era muy hábil con el peine o el cepillo de ahí que a los tirones le siguieran los enfados que cargaban el ambiente de cierta tensión incontrolada. El resultado era un rostro taciturno, enmarcado por una tirante y relamida coleta con un lazo ostentoso y blanco. Como siempre, antes de bajar, me miraba en el espejo de la entrada, en penumbra, sin llegar nunca a terminar de reconocerme. Paciente, mientras esperaba al resto de la familia, hacía lentísimas muecas y mohines con la insana esperanza de que el espejo no me devolviera el gesto. A veces, deseaba cerrar la puerta de casa y que la otra, la niña del lazo, se quedara atrapada.
Mis sensaciones se confirmaban a pie de calle, la plaza olía igualmente a colonia. Las trenzas, las horquillas y las rebecas tricotadas por las abuelas brillaban al sol lánguido y fresco.
El bullicio flanqueado por las jacarandas daba paso a la fuente central. Las fachadas de los viejos edificios seguían con el mismo tacto de siempre, todo espacio vencido y piedra macerada.
Mi hermana, la mayor, había aprendido desde el colegio que el más fuerte en la calle es el que gana. Siempre que volaban los insultos o las piedras, yo me escudaba tras ella. Atrevida por obligación era capaz de enfrentarse a cuatro o siete de una sola vez y no se amilanaba ante las provocaciones ni del más listo del barrio; su lengua podía ser más barriobajera que la de ningún otro. Por eso la quería tanto, por eso y porque nadie veía su tímido corazón a punto de quebrarse en cualquier momento.
A la mínima mirada reprensiva de cualquier mayor las niñas obedecíamos, dejábamos el elástico o la comba, todas menos Sonia, aquella niña rubia que se creía diferente y por eso lo era. Delgada y flemática, ejercía un hechizo singular. Hoy sé que el dinero se huele y los mayores también lo sabían. Como con “el niño bonico”, todo repeinado y bien compuesto; con él nunca se podía jugar, con él sólo jugábamos a perder.
La luz traspasaba los encajes, el pelo hilándose al viento y en ese punto, mientras se iban conformando los corrillos, no tardaba en aparecer la madre de Jesús gritando desde la balconada como en una llamada desde los cielos:
-¡Jesús, eres un diablo! ¡Sube ahora mismo!
Porque Jesús, nada más bajar a la plaza, se acercaba a la fuente y no tardaba ni un segundo en salpicarnos. Jesús reía y nosotras también. Cómplices de sus travesuras, nunca nos regañaron, ya sea por su risa trepadora o porque nunca conocimos a su padre.
A cierta distancia jugaban dos hermanos, los de la casa de la esquina. Yo imaginaba su mundo familiar lleno de sólidas palabras, un mundo nítido y ordenado, olor a madera y cera. Eran como los dos polos de una misma afirmación. Uno de ellos, el menor, parecía tener poder sobre cualquier objeto que la vista pudiera alcanzar, conocedor de la fragilidad de la materia era experto traductor de símbolos y hasta de alegorías. El otro, casi no hablaba, sólo cuidaba del agua de la fuente y por eso siempre estaba tan limpia. Cuando las nubes prendían el cielo y a lo lejos se perfilaba violeta La Maroma, acudíamos a preguntarles por el tiempo.
Esa misma tarde, porque todas las tardes son buenas para los cambios, supe que estaba perdida. A lo mejor es que el tiempo pasa y abandoné los cuentos por crueles pero hermosas historias. También las sombras de la tarde invadieron la plaza, la fuente, los edificios, los murmullos... y de pronto, me vi en esa terrible oscilación entre la sonrisa sublime y el trastabillado ridículo.
En realidad, solo es en la consciencia donde queda detenido este tiempo imaginario. En realidad, siempre ando cruzando todas las calles buscando errante mi rostro en todos los rostros y aquella hermosa plaza con su fuente en todas las plazas. A veces, se aparece con esa extraña solidez de la piedra eterna, soportando una y otra vez el paso del agua deslumbrante. Y me detengo justo al filo de la locura o del canto de un mármol usado, allí donde termina mi reflejo, para darme cuenta de que nada, absolutamente nada, me pertenece.